Con su partida a los 104 años, Oscar Niemeyer tal vez haya sido el último exponente de los arquitectos modernos con mayúsculas, esos que sentían a su profesión como vehículo del progreso, la democracia y la justicia social. Niemeyer fue un destacado protagonista de los tiempos más vitales de la modernidad. Sus hermanos mayores fueron inmensos arquitectos como Le Corbusier, Mies Van der Rohe o Walter Gropius.
Autor de los principales edificios públicos de Brasilia, de museos, viviendas, bibliotecas, iglesias y hasta sambódromos que poblaron la geografía brasileña desde Belo Horizonte hasta San Pablo, los últimos 10 años del maestro brasileño vieron renacer su fama profesional y las curvas sensuales del carioca se diseminaron por todo el mundo. Hasta en nuestro Rosario está pendiente un proyecto suyo: el Puerto de la Música, un complejo cultural con sala de conciertos, centro de exposiciones y escuela de música a la vera del río Paraná.
A pesar de su éxito y consagración finales, así como de sus más que exitosos comienzos, Niemeyer conoció el ostracismo por sus ideas políticas. Perseguido por sus vínculos con el gobierno constitucional de presidente Juscelino Kubitschek, tuvo que auto exiliarse en Francia en la década del 60.
Siendo un joven arquitecto, en 1940 conoció a Kubitschek como alcalde de Belo Horizonte. Entonces recibió su primer encargo importante: construir una iglesia y un casino a orillas del Lago de Pampulha. Su proyecto fue sorprendente y con él, su fama creció internacionalmente.
En 1952, fue invitado a participar en el proyecto del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York con arquitectos ya consagrados como Le Corbusier. Dos años mas tarde, su casa en Río de Janeiro completó su naciente fama. En 1956, el entonces presidente Kubitschek lo convocó para diseñar los principales edificios de una nueva ciudad: Brasilia concebida por el urbanista Lucio Costa.
A pesar de las satisfacciones que le dio su profesión en su larga vida, Niemeyer no se cansaba de repetir que la arquitectura no era lo más importante del mundo, ni siquiera lo era la política, por la que sufrió varios años en el exilio, el maestro de Río de Janeiro afirmaba que, para él, lo más importante de todo era la vida.
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